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¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía!

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Saludo a vuestra merced:

Tengo noticias de que vuestra merced, mujer amanuense, ya ha leído el capítulo 63 de la “Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha”, famoso libro, del cual soy personaje secundario , como el galeote que me ha precedido. Pero yo tengo voz, mucha voz y les cuento mis desdichas.

Soy el bello arráez del bergantín corsario, apresado por la galera capitana, a pocas millas de la marina barcelonesa, donde me desembarcaron. Con las manos atadas y el cordel a la garganta, a punto de ser ahorcado, declaro mi condición de mujer y cristiana, ante el virrey y el general.

Mi nombre cristiano es Ana Félix, aunque nací de padres moriscos y, como tal, llovió sobre mí aquel injusto decreto de expulsión, el de 1609. No me aprovechó decir que era cristiana, como lo soy de verdad. Ni con los ejecutores de nuestro triste destierro, ni con mis tíos, los cuales me llevaron a la fuerza a Berbería. Unos y otros lo consideraron como una argucia para quedarme en mi amada tierra natal.

Yo había sido educada en la fe y en las costumbres católicas, por mis padres, ambos buenos cristianos. Que no haya dudas acerca de la religión de mi padre, Ricote, aunque él diga que no lo es tanto como mi madre, Francisca Ricota.

Crecí, recatada y encerrada, y creció mi hermosura, de la cual se enamoró un caballero, llamado don Gaspar Gregorio, mayorazgo y vecino nuestro. Su enamoramiento llegó hasta el extremo de acompañarme en mi destierro, mezclado con los de mi nación. Le fue fácil porque sabía bien la lengua y, en el viaje, trabó amistad con mis dos tíos.

Mi padre, no iba con nosotros. Prudente y prevenido, en cuanto oyó el primer bando, abandonó nuestro lugar y se fue a reinos extraños, buscando donde nos acogiesen. Antes de partir, enterró un tesoro en un lugar que yo sólo conozco. Perlas, piedras y monedas dejó allí y yo no debía tocarlo. Así lo hice.

Como tengo dicho, pasamos a Berbería y nos asentamos en el infierno de Argel. Allí, el rey tuvo noticia de mi hermosura. Me llamó y preferí que le cegase la codicia y no mi belleza. Le hablé de las joyas y dineros que mi padre dejó enterrados y de la facilidad con que yo los podría recuperar si volvía. 

 

Mapa de Berbería hecho en 1630 por Gerardus Mercator.

También tuvo noticia el rey de que me acompañaba un mancebo, cuya belleza dejaba atrás a todos: mi Gaspar Gregorio. Me di cuenta el peligro que corría el pobre, dado que los turcos en más tienen a un guapo chaval que a la mujer más estupenda. Y era evidente la debilidad real…Así que yo, al quite, le dije que de varón…nada de nada. ¡Tan mujer como yo! ¡Y se lo tragó, sin más!

Yo cogí a mi chico, le puse unos trapitos y, vestido de morita, lo llevé ante el rey. Decidió mandarlo a casa de unas moras principales, de las muy serias, que…menudo peligro si lo envía al serrallo. Nos apartamos con dolor, como dos que bien se quieren, pero paciencia que he de ir a España, en busca del tesoro. Lo primero es lo primero. No te me pierdas, amor mío.

El rey decidió que yo volviera a España en un bergantín, con los dos turcos que mataron a los soldados. Me acompañó también un renegado español, buenísima persona y cristiano encubierto. La marinería era chusma turca y mora, para darle al remo, casi nada.

Los dos turcos fueron a su bola y no obedecieron la orden de dejarnos, a mí y al buen renegado, en la primera tierra española que topásemos, vestidos de cristianos, claro. Prefirieron barrer la costa y hacer alguna presa, que no confiaban en nosotros, podríamos descubrirles.

Y a sabe vuestra merced, por el famoso libro y por el galeote, lo que nos pasó con las galeras. Junto a la entena, temí perder la vida y rogué me dejasen morir como cristiana, que yo no tenía culpa alguna de la culpa de mi nación.

Callé y lloré, muchos lloraban. El virrey, tan tierno, me quitó con sus manos el cordel que ataba las mías.

Mientras contaba yo esto, me miraba y me miraba un anciano peregrino. Al final, se arrojó a mis pies, los abrazó. Le costaba hablar, sollozaba, suspiraba. De pronto me reconoce, soy Ana Félix, su hija. Él es mi padre, Ricote… ¡Padreeeeee! ¡Hijaaaaaaa!

¿Anagnórisis? ¿Qué dice vuestra merced? ¿De quién ha aprendido eso la mujer amanuense del extraño ingenio luminoso?


Todo se reveló y se hizo claro. Estaba allí nuestro vecino Sancho Panza.¿Qué hacía fuera de nuestra aldea? Abrió los ojos, alzó la cabeza, nos miró, nos conoció. ¡ Sus vecinos, Ricote e hija! Abracé a mi padre, mezclamos nuestras lágrimas.

Mi padre se dirigió a los del mando y me presentó como Ana Félix, con el sobrenombre de Ricote, desdichada a pesar de llamarme feliz y rica. Les contó que anduvo por Alemania y volvió en hábito de peregrino, a buscarme y a desenterrar sus riquezas escondidas. No me encontró, aunque halló el tesoro, que trae con él. Y acababa de encontrar el tesoro más enriquecedor: su hija. Y suplicó misericordia, que nuestra culpa era poca y las lágrimas muchas. Y añade que nosotros no convenimos con la intención de los nuestros, justamente desterrados.

Nuestro vecino Sancho manifestó que mi padre decía verdad en lo de ser mi padre. De la intención, no sabe nada.

El general me concedió la vida y mandó ahorcar a los dos turcos. El virrey le pidió encarecidamente que igualmente los perdonase y así lo hizo el general.

También se ocuparon de mi Gaspar Gregorio, allá solito, en Berbería. Mi padre ofreció perlas y joyas. El renegado se ofreció a ir a por él, en un barco con remeros cristianos. Mi padre pagaría su rescate, si fueran capturados. Todo tiene arreglo, con dineros y buena voluntad.

Mi padre y yo nos vamos con don Antonio Moreno. El virrey les encarga que nos regale y acaricie. ¿Qué le pasa a este virrey? Dicen que fue mi hermosura le inspiró benevolencia y caridad. No sé, no sé.

Saludo a vuestra merced.

Un abrazo para todos de María Ángeles Merino


Copiado de "La arañita campeña", de la entrada con el mismo título.
http://aranitacampena.blogspot.com.es/2010/08/oh-ana-felix-desdichada-hija-mia.html

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